Como Diógenes de Alejandro, lo único que le pido a la vida es que no me quiten el sol. Mientras paseaba, he construido frases perfectas que, una vez en casa, olvido. No sé si la inefable poesía de esas frases se debe enteramente a que se perdieron o en parte a que nunca se escribieron. Dudo antes de hacer algo, a menudo sin saber por qué. Cuántas veces -como la línea recta propia de mi naturaleza (concibiendo ésta en mi cabeza como la línea recta ideal) - busco deliberadamente la distancia más larga entre dos puntos. Nunca he tenido talento para la vida activa. Siempre me equivoqué en los gestos en los que nadie más se equivoca; lo que otros nacieron para hacer, yo siempre tuve que esforzarme para no olvidarme de hacerlo. Siempre he querido conseguir lo que otros lograron casi por casualidad. Entre la vida y yo siempre ha habido cristales opacos, indetectables para mí por la vista o el tacto; en realidad nunca viví la vida según un plan, yo era la ensoñación de lo que quería ser, mi sueño empezaba en mi voluntad, mi meta era siempre la primera ficción de lo que nunca fui.